Caminaba por la
acera de la avenida 9 de Julio, una arteria comercial del este de la ciudad,
rumbo a mi consultorio. Miré con atención el suelo donde las hojas
bordeaux de otoño de los ciruelos
contrastaban con la nieve congelada de la nevada temprana del día anterior.
Seguramente me llamó la atención el mini-paisaje ya que dichas hojas nunca
contrastan con la nieve. Parecían una composición de Juan Lascano.
En junio, cuando
empiezan las nevadas, los ciruelos ya están desnudos y recién estaba a
principios de mayo.
El precoz manto
blanco de la comarca me remontó súbitamente a una cifra exacta, cuarenta años
atrás.
Llegué a San
Carlos de Bariloche un 8 de mayo de 1984 como adelantado ya que mi señora
vendría un mes después una vez concluidos sus trámites de desvinculación
laboral.
Tras un
accidentado viaje desde Viedma donde me matriculé como médico clínico llegué a
destino tras un vuelo muy accidentado.
Al despegar en la
primer escala en Neuquén a bordo de un viejo Fokker B27 biturbo hélice de LADE
tuvo un severo inconveniente mecánico cuyo ruido metálico nos asustó a todos y
tuvo que virar bruscamente y volver a Neuquén.
Durante unos días
tuve marcadas las uñas de la docente que estaba a mi lado que me clavó en el
antebrazo al grito de “NOS MATAMOS”
Mientras
despegábamos y en un violento viraje, el manto dorado otoñal del follaje de los
Álamos de las chacras valletanas cubrieron las ventanillas del estribor del
avión . Otro detalle paisajístico bello y atípico, aunque inoportuno por las
circunstancias.
Tras un salvador
aterrizaje pensé que era el momento de gritar ¡TIERRA ¡como un náufrago que
llega a un islote en medio del Pacífico abrazado a un resto de madera.
Mi suegro me
esperaba en el aeropuerto muy preocupado. Faltaban años para la telefonía
celular por lo que tuvo que esperarme varias horas en la confitería.
Con apagones
intermitentes llegamos al departamento con terribles ventarrones gélidos.
Si bien en la
ciudad no había nieve, el cerro Otto y tras el lago los cerros de Cuyin Manzano
estaban ampliamente nevados entremezclando los colores ígneos de las lengas y
Ñires, la blancura de las cumbres nevadas, la perenne tintura verde de los
Cipreses y Coihues y el intenso tono del
cielo ya despejado reflejándose en el lago
calmo ambos con un azul cerúleo esplendoroso.
Nada hacía
sospechar lo que pasaría con el clima tan solo dos semanas después.
La nevada de
1984.
Volviendo al
presente, cuatro décadas después, en la ventana de mi cuarto sigo el ciclo de
un árbol que revivió desde que podaron el bosque de enormes Pinos que le tapó
desde su nacimiento el sol del oeste.
El árbol estaba inclinado hacia el este
buscando vestigios de luz solar. Árbol bandera les dicen burlonamente
desconociendo su sufrimiento. Su ciclo era simple, no tenia frutos y sólo
algunas florcitas blancas, pero cuando el bosque de Pinos fue talado el árbol
despertó.
Ahora, en este otoño crudo, veo resistir sus hojas luego de las tormentas tempranas. Se está preparando, el bosque de Pinos ya no lo protegerá del gélido viento que llegará desde el Pacífico. Un mantel de hojas doradas descansa a sus pies fertilizando su propia tierra y la nieve precoz que lo protegerá de las crudas heladas de Julio.
Las hojas de mayo
tienen muchas virtudes, no sólo como esponjas, sotobosque, alimento de insectos,
conservación de la humedad, protección a distintos animales y a los ricos
hongos de Pino.
Las doradas hojas,
pese a estar en descomposición expulsadas por su madre, son inspiradoras de
cientos de poemas de amor. Quizás por la nostalgia, por su belleza, acaso por
ese aroma otoñal. Indolentes esperan por la lenta caída y el rastrillaje
violento cumpliendo funciones hasta su final.
En mi jardín, el Roble, el Guindo, el Abedul, el Sauce Eléctrico y los Sorgus se visten de oro cada mayo pese a que es un preanuncio del despojo y que el sol andará escondido. El viento y el agua impúdicamente los castiga y desnuda.
Llegará luego
otra etapa de brotes, brillos, mariposas, germinaciones y polenización dando
vida y bienestar a los parques , calles,
bosques, insectos, aves y nidos que cotidianamente ignoramos con simples
miradas en vez de soñar como lo hacía Jacques Prévert en
su libro de poemas “Paroles” donde habla del otoño y el amor.
Las hojas
muertas.
Oh, me
gustaría tanto que recordaras Los días felices cuando éramos amigos...
En aquel
tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy.
Las hojas
muertas se recogen con un rastrillo...
¿Ves? No lo
he olvidado...
Las hojas
muertas se recogen con un rastrillo Los recuerdos y las penas, también.
Y el viento
del norte se las lleva En la noche fría del olvido ¿Ves? No he olvidado la
canción que tú me cantabas.
Es una
canción que nos acerca Tú me amabas y yo te amaba Vivíamos juntos Tú, que me
amabas, y yo, que te amaba...
Pero la vida
separa a aquellos que se aman Silenciosamente sin hacer ruido Y el mar borra
sobre la arena El paso de los amantes que se separan.
Las hojas
muertas se recogen con un rastrillo.
Los recuerdos
y las penas, también.
Pero mi amor,
silencioso y fiel siempre sonríe y le agradece a la vida.
Yo te amaba,
y eras tan linda...
¿Cómo crees
que podría olvidarte?
En aquel
tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy Eras mi más dulce
amiga, mas no tengo sino recuerdos y la canción que tú me cantabas, ¡Siempre,
siempre la recordaré!
Jacques Prévert
Perennes compitiendo con los Caducifolios , constancia y
persistencia versus a colores, belleza y
cambios.